El hombre sin Dios es capaz de cualquier cosa, en todo el mal sentido de la palabra. Él decide lo que es bueno y malo. Y generalmente, esto se define según sus conveniencias del momento. Si ahora les conviene es bueno y, si no, es malo. Por ello, el hombre debe de renunciar, no a su libre albedrío, sino a esa joya de la soberbia que es el juzgar. Juzgar a las personas que le rodean. Dejar de juzgar a los padres, a los amigos, a los hermanos, a los vecinos.
Debe de concentrar sus fuerzas en hacer lo mejor que nazca de su corazón. Alentar los sueños y esperanzas de la gente, sin esperar nada a cambio. Dar sin esperar recompensa. Dar y dar. Sólo así lo que ha construido el ser humano hasta ahora, puede revertirse. El mundo puede dejar de ser un lugar llena de tristezas y pesadumbre. Y ser lo que Dios quiso para el hombre. Un lugar lleno de paz, amor y belleza. Un lugar donde realmente pueda morar el Espíritu de Dios.
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