Sentado en la cama, Aliosha recuerda aquellos días en que no podía levantarse. Una pesadumbre lejana, desconocida, lo abatía. No era una enfermedad palpable, los doctores se lo habían dicho ya. Era algo más profundo, soterrado en algún rincón de sí mismo. Una tristeza como una lágrima que se evapora, venía a turbarlo. Ya casi no quería salir de casa. Se tendía en cama, con el rostro pegado a la almohada, y se quedaba así durante horas: la mirada pérdida, los ojos remolones, el pensamiento hundido en los recuerdos. Me sentía fatal, solía contar de sí mismo. Ya no había a quién acudir. Incluso le había orado a Dios muchas veces. La última de ellas, Aliosha prorrumpió a llorar como nunca lo había hecho. Si existes, ven por mí, le dijo. Fue cuando tocaron a su ventana. Él nunca solía atender. No quería que nadie lo viera así. Pero, ya nada le importaba. Se secó las lágrimas y aún con los ojos rojos por el llanto, abrió despacio, lentamente, como quien le quita la cáscara a una fruta. Aún recuerdo aquella mañana, diría tiempo después, fue como si Jehová mismo hubiera venido a rescatarme. Las primeras palabras fueron como agua fresca para él: sabes que Dios te ama?
Aliosha se acurrucó nuevamente, colocó su biblia a su lado, se cubrió con las sábanas, y se quedó dormido pensando en lo que diría cuando alguien abriera la ventana.
14 de agosto de 2018
Relato: Mensaje por una ventana
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