Como una niña traviesa sorteaba a los
rivales sobre el campo de tierra mientras el
balón viajaba entre sus pies. Avanzaba con una sonrisa en los labios. Y cuando levantaba los ojos podía ver un mundo poblado
de cielos azules. Su sonrisa era un fuego que se escribía en el viento como una
suave caricia, y yo quedaba sin aliento viéndola saborear la vida. Si
pudiera detener este instante, pensaba, y me lanzaba tras ella, tratando de
alcanzar su alegría. Mi corazón era una isla donde sus ojos eran mi tesoro.
Algunos años
atrás había sufrido un accidente que le complicó la movilidad de
uno de sus pies, pero eso ahora le daba una graciosa forma de andar.
- Pareces un patito - le decía yo. Y ella
sonreía.
Tenía una forma peculiar de hacerlo todo.
Un modo suyo, muy suyo. Paciencia y alegría. Parecía que cada cosa que ella
tocaba se impregnaba de su aroma, de su manera de ser. Iba por aquí y por allá,
dejando una estela de estrellas que solo yo podía ver. El viento se llevaba su risa y mi corazón
iba tras ella.
- Aquí, aquí - gritaba pidiendo la
pelota.
- Ten cuidado - susurraba yo a lo lejos.
Trastabilló y yo preguntaba "¿estás
bien?", y ella "sí, no te preocupes", se levantaba y proseguía
con una sonrisa en los labios. Era muy hermoso ver a las hermanas jugando
fútbol, divirtiéndose como pequeñas niñas. Ella intentaba hacer un amague
mientras la pelota impaciente se alejaba. Daba un puntazo y gol. El horizonte
se iluminaba.
Mi corazón no podía dejar de sonreír. Después
de tantos años, sentía que había llegado al fin a casa.
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