- ¿Qué sientes al predicar?, preguntó una pequeña niña.
- Hum, no lo sé.
- Si no sabes ¿porque lo haces? - dijo abriendo sus pequeños ojos caramelo.
- No, no es eso - trate de defenderme - es simplemente que se sienten demasiadas cosas en el corazón que es difícil expresarlas. Es difícil decir todo lo que uno siente al predicar, ¿entiendes?
- Hum - dijo mientras movía la cabeza de un lado a otro y desviaba la mirada.
- Mira - pensé un momento -. Predicar es como sentir una fiesta de frutas en el alma, abrir un rincón maravilloso de tu corazón que estaba escondido al mundo, descubrir una habitación llena de tesoros dentro de tu casa, algo que tú ni siquiera intuía que tenías y que te hace feliz, algo que siempre estuvo ahí, dentro de ti.
La pequeña me miró de reojo, estiro su manita pequeña, pequeñísima, tocó mi mejilla tostada por el sol y preguntó:
- ¿Porqué sudas tanto?
- Es que acabo de llegar de predicar - le dije -. Cuando tu seas mayor y salgas a predicar con tus papis también sudarás. Aunque a las pequeñas princesas como tú, siempre su papi las lleva en brazos.
- ¿Para predicar hay que sudar? Hum - se quedó pensativa durante un instante y luego añadió -. Entonces no quiero predicar.
Sonreí.
- No, claro que no. No necesariamente tienes que sudar, pero los Testigos de Jehová vamos a lugares lejanos. Predicamos en las playas del Congo a los pescadores, a los granjeros en las verdes praderas de las islas Azores, a los habitantes de las montañas de Albania o sentados, en una banca de la calle Nikoslkaya en Moscú, o incluso aquí...
- ¿Eso es lejos?
- Sí, pequeña. Son muchos lugares lejanos.
- ¿Tanto caminaste?
- Sí, pequeña. Son muchos lugares lejanos.
- ¿Tanto caminaste?
- No, no lo hice sólo, pequeña - toque su naricita respingada -. Somos mas de ocho millones de Testigos en todo el mundo. Y cada uno predica en distintos lugares, con distintos climas. Algunos bajo el sol, como yo; otros, sobre una fría capa de nieve; algunos lo hacen por teléfono, otros, por correo, en barcos, en todo lugar y medio posible.
De repente soltó un pequeño bostezo.
- ¿Chocolate? - preguntó, desinteresada.
- No, pequeña, no traje mi bolsa de caramelos - dije sonriente -. Voy a comprarte uno.
- No. Cárgame.
- ¿Quieres que te lleve a comprar el chocolate?
Asintió con un mohín de cabeza. Busque con la mirada a su madre y le dije que la llevaría a comprar. La cargué entre mis brazos. Pesaba menos de lo que pensaba. Las niñas de su edad no solían pesar mucho más que ella, pero a veces olvidaba que Layla apenas tenía tres años. No los parecía. Tenía una inteligencia precoz. Colocó sus bracitos alrededor de mi cuello y sentí su respiración tenue.
- ¿Layla? - la llamé suavemente. Estaba dormida. Regresé con ella. Su madre la recibió entre sus brazos. Pasé mi mano entre sus cabellos, le di mi bendición. Luego, me acomodé la corbata, me alisé la camisa, mientras pensaba en su pregunta: ¿para predicar debo sudar tanto?
Sí, mi pequeña Layla, para ser Testigo de Jehová hay que sudar tanto. ¿Y sabes por qué? Porque el tiempo es corto y hay que advertir a la gente. Que Jehová te bendiga, pequeña.
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